viernes, 15 de agosto de 2008

Niños de tiza (David Torres, 2008)


Niños de tiza es la última novela de David Torres (Madrid, 1966), autor que conocí hace cinco años cuando su novela El gran silencio quedó finalista del Premio Nadal 2003 y cayó en mis manos de una forma un tanto confusa, pero feliz en circunstancias atribuladas: una operación, un hospital y yo allí leyendo sobre los derechazos de un boxeador que bien podía ser el fiel reflejo del Potro de Vallecas sólo que más lumpen y romántico.


Allí conocí y me hice colega de Roberto Esteban, el malhablado, tozudo y sensible boxeador fracasado lleno de reglas propias y una ética singular que era capaz de sobreponerse a toda su ignorancia, su pobreza y el asco vital de haber nacido en un barrio del extrarradio para aspirar al título mundial de los pesos medios.


Después de haberse aventurado a continuar la odisea homérica en El mar en ruinas (2005), Torres regresa a ese barrio para contarnos de nuevo las andanzas de Roberto, un héroe más cansado, matón ocasional, igual de frustrado, que vuelve a su casa para reencontrare con los fantasmas de la infancia, los amores perdidos y ajustar cuentas, saltar al cuadrilatero, y esperar que el árbitro esta vez no cuente hasta diez.


Torres no se anda con melindres. Su prosa es áspera, de buril, esponjosa en tacos y palabras populares, pero sin los sociolectos adolescentes de un José Ángel Mañas en Historias del Kronen (1993) o el 'folklore cósmico' de Montero Glez en Cuando la noche obliga (2004). Auténticas palabras de barrio, en la tradición de Francisco González Ledesma, y personajes que parecen extraídos de cualquier barraca obrera para darle la vuelta a la crónica gloriosa de la Transición y retratar un Madrid (aunque bien pueden ser Barcelona, Valencia o Bilbao) llena de traperío y cutrez, alcohólicos, curas boxeadores, gitanos dados a la violencia y al menudeo y, en medio, la imaginación inagotable de unos niños que aprenden demasiado pronto a regirse por la dura regla de la selección natural, de ser el 'más duro del barrio', de 'avasallar o te avasallan' para poder salir, a duras penas, hacia adelante, es decir, hacia ninguna parte: la cola del paro, el camión de reparto, la obra.


En su regreso a ese Madrid encuentra, derrotados, a los chavales de entonces y desedazado su antiguo barrio 'de los milagros' por las obras de un sueño olímpico fraguado a base de pelotazos urbanísticos, amenazas y extorsiones. Gente indómita y cabrona que se resiste al engaño y al cambalache y aguanta todo frente a viento y marea. Ahí, la novela social, el fresco parahistórico, muda para convertirse en una ruda y encorajinada novela negra donde los matones y los asesinatos enmascarados son moneda corriente de cambio.


Pero la prosa de Torres, como en El gran silencio, esconde un lirismo a flor de piel, una necesidad casi épica de belleza imposible y enfrentada al lamentable 'desierto de lo real'. La vieja historia de una niña con los pies de sirena, que murió ahogada en extrañas circunstancias, a quien el protagonista no ha podido olvidar, simboliza todo el anhelo de perfección y de nobleza de este antihéroe de pocas palabras, bruto y violento, que apaliza a gente por dinero mientras busca su propio vellocino o se deja encantar a bordo de su nave de locos por los cantos de unas condenadas.


Torres sabe retratar a un Cyrano de Bergerac sin versos y sin caer en el ridículo de quines están empeñados en convertir en santos a los butaneros. No hay ni rastro de melodrama, de épica barata en conserva, ni de lenguaje de transfusión: rápida, a las visceras, donde duele, escuece y hace daño, canta las verdades del barquero y llena el escenario de una limpia pátina de versos griegos que resunan por cada uno de sus costados abruptos. No en balde Torres es un estudioso de la literatura clásica y sabe adobar sus textos de una sabiduría literaria de la que otros bárbaros de la montera carecen. Un cazador nato con un olfato sin parangón para retratar el áspero mundo tal cual es.